jueves, 3 de noviembre de 2016

La belleza del vacío

Me pareció ver a Dios doblando una esquina y me dispuse a seguir sus pasos. Difícil tarea, dado que lo que perseguía no existe en forma alguna; no es persona ni presencia ni idea y sin embargo sé y no sé por qué lo sé, que a todo lo que veo, lo crea, recrea y contiene.
¿Qué estaba siguiendo entonces?: algo más real que la más auténtica de las realidades.

Dice el que sabe: "A medida que nos acercamos a una molécula vemos átomos, diminutas bolas sombreadas que bailan, cuyo interior contiene... nada. En algún lugar dentro de ese vacío, sabemos que hay un núcleo. Examinamos el espacio y ahí está, un pequeño punto. Por fín hemos descubierto algo duro y sólido, un punto de referencia. ¡Pero no!, a medida que nos acercamos al núcleo, también éste comienza a disolverse. También éste no es más que un campo oscilante, ondas de ritmo. Dentro del núcleo hay otros campos organizados: protones, neutrones, quarks... extrañas entidades subatómicas cuyas cualidades pueden describirse con palabras como: subida, bajada, encanto, extrañeza, verdad, belleza, color y sabor. Pero ninguna materia. El cuerpo está hecho de vacío y ritmo".

Entonces era eso lo que había estado siguiendo: un vacío que me hacía rememorar la quietud silente de la nieve descendiendo con humildad sobre un inconsistente suelo. Y también un ritmo semejante al movimiento que provoca en una diminuta hoja de un árbol, una imperceptible brisa.
Ambos, vacío y ritmo, me han dicho que son Dios.
Y yo les he creído.

En el corazón de la Tierra, algo que no es absolutamente nada, danza con infinita alegría al son del silencio.
En el mismo centro de tu pecho, la misma danza.