sábado, 29 de noviembre de 2014

Lección de vida.

Viajaba ayer en el metro muy relajada, tratando de mirar sin ver- como dicen los maestros- sintiéndome muy satisfecha con mi capacidad de aceptar la vida tal como es, cuando a esta misma vida se le ocurrió poner a prueba la autenticidad de esta conformidad mía, y me colocó en el asiento de enfrente a un ser extraño que parecía hombre pero era mujer, de aproximadamente un metro treinta de estatura, con una cadera inmensa escondida bajo un abrigo negro de caballero, el pelo corto, las facciones duras, y unos pies que se balanceaban como los de un niño porque las piernas, al sentarse, no le llegaban al suelo. Lo miraba yo de reojo, con más pena que compasión, agradeciéndole a la existencia haberme concedido el aspecto que tengo, cuando, pasados apenas unos minutos, en el asiento contiguo al de este "individuo" se sentó una mujer tan atractiva que dedicaría yo el resto del viaje a observar con detenimiento cada detalle de su fisonomía. Medía más de un metro ochenta, los vaqueros comprimían un cuerpo esbelto de proporciones perfectas y de un gorrito de lana surgía una abundante melena rubia; los ojos verdes, los labios sensuales... ya no agradecía tanto mi suerte, ahora mucho más consciente que unos minutos antes, de mi "avanzada edad", jajaja... podía incluso decir que me sentía un poco miserable.
Aquellas dos mirando al frente y yo a varios miles de kilómetros de la inicial aceptación.
La fealdad y la belleza exhibiéndose ante mí, mostrándome la inconsistencia de mi "estar bien".
¡Gracias, vida, por recordarme que debo continuar riéndome de mí misma!