lunes, 1 de septiembre de 2014

¿Juega el agua?

El mar me ha mojado, como era de esperar, pero además me ha zarandeado, atragantado, estimulado y desconcertado.
El desconcierto se debió a cierta constatación que llevó a cabo esta mente que transporto, tan ávida de sorpresas. Concluí que dejar de jugar es, en verdad, una forma de suicidio.
Me hallaba dispuesta a observar a una familia a punto de entrar en el agua, una pareja y su hijo, de unos ocho años. Los mayores comenzaron nadando unos segundos, alejándose de la orilla, mientras el niño permanecía cerca de la misma, probando a nadar y a ponerse de pie, tanteando las posibilidades de movimiento. Después de una breve práctica de natación, los padres se acercaron el uno al otro y muy serios, comenzaron una de esas interminables charlas que mantienen algunas personas en el mar, en posición erguida con pequeños movimientos de brazos y piernas, mientras su hijo hacía ya rato que se dedicaba a golpear el agua con los brazos, a hacer el muerto, el pino, a contorsionar su cuerpo, a hacer giros imposibles, a batallar con las olas, a meter y sacar la cabeza cien veces seguidas, a sacar el culo en pompa, a sumergir el cuerpo entero y sacar solo los pies, a tumbarse boca abajo muy quieto, a extraer una piedra del fondo, a observar un alga con detenimiento, a dar pequeños golpecitos con las manos como acariciando el agua, a gritar y soplar bajo la superficie...
Salieron los padres, ella a tostarse al sol, él a leer el periódico. El niño, desde la orilla:
-¡Papá, báñate conmigo!
El padre, atento y amoroso, cogió la colchoneta y se fue con su hijo.
La colchoneta subía y bajaba, con el niño encima. Hablaban el padre y el hijo. El niño jugaba escondiendo la cabeza bajo las olas. El padre se aburría y acabó saliendo a sentarse bajo la sombrilla. La madre se tostaba, ahora boca abajo.
Yo no me tuesto ni leo, pero tampoco juego como me gustaría jugar si pudiera recordar cómo se hacía aquello de dejarte llevar, sin pensamientos, por ese agua, que sin duda se da cuenta, con gran alborozo, de que eres uno de los pocos seres humanos que no parecen estar muertos, y se dispone entonces a participar del pasatiempo, esmerándose en hacerte flotar, te abraza, te mece, te lleva y te trae, y se divierte, feliz de estar en tu compañía.
No se jugaba en clase, ni en misa, ni en casa si mi padre estaba serio.
Dejé de jugar tanto rato, que al rato siguiente ya no volví a hacerlo.
Un niño de ocho años me ha recordado lo que nunca olvidé, por eso te lo cuento.
He probado a entrar en el agua dejando a mi mente tumbada en la toalla.
Hay mucha vida disponible para mí, en la "no mente".
No se trata de volverse idiota. Por el contrario, hay que ser muy listo para aprender cuanto antes el lenguaje de todo posible compañero de juego, sea agua, o piedra o silencio.
De pequeña jugaba con los gajos de una mandarina, me los iba comiendo y el juego, sin remedio, terminaba. Ahora estoy jugando con palabras. Las voy colocando una detrás de otra, a veces se confunden y salen cuando no les toca, otras se empeñan en ser un sinónimo, muchas en terminar en "mente", cosa que yo no les permito,, unas quieren existir y otras se borran, algunas quieren rimar con la anterior o con la siguiente, a unas les gusta empezar con mayúscula, otras no soportan que las escriba sin tilde ... también este juego va a finalizar, pero dará comienzo el siguiente... No quiero vivir suicidada, por lo tanto no me queda más remedio que seguir jugando.