miércoles, 16 de octubre de 2013

Caminando hacia atrás en busca de la inocencia

Dejé de ser femenina por culpa de las circunstancias. Hago responsable de tal descalabro a los condicionantes externos y por supuesto al destino que decidió colocarme en una casa con dos niños (de sexo masculino) que jugaban con indios y soldados. ¿Pudo influir también el hecho de que mi madre no quisiera tener una niña porque tales criaturas sufrían más en este mundo, según ella? Traté de convertirme en un aceptable compañero de juegos de esos dos, pero fracasé en cada intento. ¡Quita! era la palabra que más a menudo salía de boca de mis hermanos cuando me colocaba cerca de su escenario de juegos. Me iba entonces a jugar con mis muñecas, les colocaba sus vestiditos y las peinaba con gran instinto maternal, sin darles tirones (entre otras cosas porque si hacías tal cosa te quedabas con el simulacro de pelo en el cepillo, y a las muñecas no les crecía, eso lo aprendí yo un día).
Hasta entonces mi feminidad no había sufrido menoscabo alguno, yo seguía morando en un lugar donde cabía todo: las hadas, los príncipes, el scalextric y el boxeo (a los chicos les trajeron los Reyes unos guantes y fueron mi gran pasión durante un tiempo). Mi madre me apuntó a ballet y a flamenco, y aunque no era yo capaz de hacer los pasos como Inmaculada, la mejor de la clase (y mira que lo intenté, no me salían los movimientos con esa gracia con la que ella iba avanzando por la diagonal, con sus zapatillas de punta) y me faltaba también ese factor x que tenía Carmen para ejecutar con gentileza unas sevillanas, daba igual, yo seguía pensando que la vida era una maravilla, podía pasear a mis muñecas en el cochecito de capota y también jugar a "lucha libre" con unos luchadores de plástico y un ring, que tenían mis hermanos.
¿Qué ocurrió después? Mis muñecas perdieron el alma. La vida que yo infundía en ellas era parte de la magia que habitaba en mí y como tocaba crecer, las abandoné a su suerte. Acabaron apiladas en una caja. Tuve que renunciar a la inocencia a cambio de productividad, igual que habían hecho mis hermanos, unos años antes. En el camino perdí la feminidad (no era compatible con la tristeza).
Lo interesante es que yo nunca acepté semejante trueque. Enfadada, desde entonces, he esperado la ocasión propicia para dar por terminada la fase de "mujer de provecho": correcta, enmohecida y yerta.
He ido caminando hacia atrás sin moverme del sitio, hasta darme de bruces con un pequeño duende que amaba cada milímetro cuadrado de esta realidad, y ahora, si tú me das permiso, puedo mostrarte el paraíso.