domingo, 1 de septiembre de 2013

El primer beso

Fui una adolescente más bien circunspecta. No dejaba traslucir mis estados afectivos, me mantenía reservada y digna.
Hasta el primer beso. En el transcurso de tal experimento, ascendió por mi columna vertebral la energía equivalente a la que pudiera necesitar, para el despegue, un boeing 747. Se abrieron de sopetón todos mis chakras, arrasé con el depósito de enforfinas disponibles y comencé a ensayar un nutrido número de estrategias destinadas a conseguir candidatos con los que compartir tan satisfactoria experiencia. Lo demás, mi aburrida vida anterior a tal descubrimiento, ya no tenía sentido.
El movimiento del pelo, ladeando con sensualidad la cabeza, el tamaño de la falda, rozando el límite de lo imposible, la postura de la mano que sujetaba el cigarro, el desdén, la aparente indiferencia, todo se conjugaba para lograr el impacto deseado: una mirada detenida en mi anatomía, que presagiaba el soñado encuentro.
Algunos chicos besaban bien. Otros muy mal. Y solo unos pocos, te transportaban al edén.
La madurez me obligó a renunciar a dichos ensayos. Había que casarse y sentar la cabeza. La mía nunca llegó a sentarse del todo y la separación, dramática en un principio, me permitió sin embargo, retomar el delicioso placer del ardiente beso.
Hay quien prefiere un chicle de sandía, unas fresas con nata o un capuchino.
Mi amiga Belén dice que ella disfruta más con un trozo de chocolate de almendras.
¡Ay, Belén, qué mal te han besado!