viernes, 6 de diciembre de 2013

EXTREMÓFILOS

Cuenta un premio Nóbel que en los manantiales sulfurosos y en las profundidades oceánicas de todo el mundo proliferan unos organismos primitivos denominados extremófilos, en un entorno que la mayoría de los seres vivos encontraría extremadamente hostil. Me encantó esa palabra: extremófilo.
Siento que yo fui extremófila durante gran parte de mi vida. Las aguas sulfuradas y las profundidades abisales del hábitat de estas criaturas podrían asemejarse a ciertos insondables parajes de mi mente por los que deambulé en busca de luz procedente de la superficie.
Salí de allí armada de resignación dispuesta a ser "normófila". No lo conseguí. No es fácil encontrar un lugar idóneo aquí, con todo este barullo de gente. Decidí ser espiritual y pasar de todo.
Me pedí vivir en algún lugar donde sonara un gong llamándome a la introspección, un sitio en el que me sirvieran un plato de arroz integral con verduritas que podría masticar cien veces ( ya que no tendría otra cosa mejor que hacer), meditando, paseando, plantando boniatos y coles de Bruselas... alejada del mundo y sus contradiciones, con unas montañas nevadas de fondo de paisaje, una choza de madera con un catre y un jardín japonés delante. Todo muy limpio y muy ordenado. Y envejecer allí, rodeada de árboles exóticos y niños alegres y poco ruidosos, muriendo un buen día de muerte natural sin sufrimiento alguno, rondando los ochenta, para estar aún de buen ver.
Pero el hombre propone y Dios dispone y a éste último le dio por disponer que siempre tuviera yo unos cuantos a los que cuidar a mi alrededor, por lo que el asunto del retiro "zen" quedó pospuesto hasta nueva orden.
Y en el acto de cuidar me incluí a mí misma, consolé durante varios años a la pobre extremófila y dialogué largo y tendido con la romántica espiritual. No me fui a meditar bajo un sauce llorón, me quedé donde estaba, observando a mi alrededor, con otra mirada.
Continúo ahí. Simplificando al máximo la complejidad.
Mañana, Dios dirá.